En la Luz de la Verdad – Mensaje del Grial, Tomo 3

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Los tres tomos de la obra "En la Luz de la Verdad" contienen un total de 168 disertaciones que se suceden para mostrar conjuntamente una imagen completa de la Creación.

Las disertaciones recopiladas en este libro datan de entre 1923 y 1938, pero incluso en la actualidad siguen mostrando toda su fuerza expresiva. Ofrecen una amplia explicación del mundo que nos rodea basándose en las leyes de la naturaleza y ayudarán al lector a reconocer relaciones ocultas de la vida para ofrecerle, así, una valiosa guía espiritual para su vida.

La obra "En la Luz de la Verdad" agradece su popularidad mundial al hecho de poder dar respuestas contundentes a las grandes incógnitas de la humanidad, como sobre el sentido de la vida, la justicia del destino o las cuestiones relacionadas con la vida después de la muerte. Hasta ahora se ha traducido a 17 idiomas y está disponible en más de 90 países.

El objetivo del autor era mostrar al lector una visión de la verdadera vida, ofrecerle valiosos impulsos para el desarrollo de su propia personalidad y guiarle a un camino de los conocimientos que incluyera el conocimiento de Dios. Las disertaciones recopiladas en la obra "En la Luz de la Verdad" deben entenderse como "antorcha y bastón", independientemente de las convicciones religiosas o la pertenencia a una determinada confesión. Abdrushin no quería fundar una nueva religión, secta o comunidad de creyentes.

Las explicaciones de la obra "En la Luz de la Verdad" se basan sobre las simples leyes de la naturaleza que se pueden aplicar eficazmente tanto al mundo que nos rodea como a la vida interior de los seres humanos. Mencionan las típicas experiencias que hacemos como personas, muestran puntos fuertes y débiles y descubren las insuficiencias ocultas, pero también las muchas posibilidades que nos ofrece la vida para el desarrollo espiritual. El lector dispone de la posibilidad de descubrir el reflejo del contenido de las disertaciones en su propia vida y sentir de este modo que se trata de la verdad. Esto permite aunar experiencias espirituales y sentimentales con conclusiones objetivas y lógicas para diseñar una visión del mundo integral en la que no exista una división entre la búsqueda de la verdad científica y religiosa.

La obra "En la Luz de la Verdad" muestra el poco habitual subtítulo "El Mensaje del Grial". En la actualidad, el término "Grial" se asocia por lo general con las añoranzas y visiones que trasmiten los mitos y leyendas, así como las obras artísticas. Abdrushin expone que estas historias trasmitidas se basan sobre un hecho real que es un eje central para la existencia y conservación de toda la Creación. El concepto "Mensaje" muestra, a la vez, el origen especial y elevado del que provienen los conocimientos incluidos en las disertaciones.

Y eso que el camino esbozado por la obra "En la Luz de la Verdad" es un camino de lo más simple y sencillo. No tiene nada que ver con arrogancia mística o esotérica, pero igual que la doctrina real que predicaba Jesús, es muy exigente. No se busca fomentar un razonamiento individual, sin prejuicios y lógico, sino, sobre todo, la "firme voluntad de actuar con bondad". Este esfuerzo y trabajo para modificar la propia personalidad en función de amor al próximo puede guiar al ser humano a alcanzar la madurez espiritual.

A continuación, algunos de los muchos temas fundamentales a los que la obra "En la Luz de la Verdad" ofrece respuestas detalladas:

Responsabilidad y destino/karma
• Muerte y nueva vida en la tierra/reencarnación
• Pecado y pecado original
• La fusión del aquí y del allá
• Misericordia y amor del Creador
• Cuerpo, alma y espíritu
• Hijo de Dios e Hijo del Hombre

40. NAVIDAD

¡NAVIDAD! Cantos de alegría impregnados de jubilosa gratitud inundaron todas las esferas de la creación el día en que Jesús, Hijo de Dios, nació en el establo de Belén, al mismo tiempo que, en los prados, los pastores, a quienes, durante esa gran conmoción del universo, les fue quitada la venda de los ojos espirituales para que dieran testimonio del inmenso acontecimiento y llamaran la atención de los hombres, caían de hinojos temerosamente, abatidos por ese suceso nuevo e inconcebible.

Temor se apoderó de los pastores que adquirieron temporalmente la clarividencia y la supersensibilidad auditiva para esa circunstancia. Temor ante la grandeza del acontecimiento, ante la omnipotencia de Dios ahí mostrada. Por esa razón, lo primero que el mensajero procedente de las alturas luminosas les dijo, fueron las tranquilizadoras palabras: “¡No temáis!”

Esas son las palabras que encontraréis siempre que un mensajero de las alturas luminosas hable a los hombres; pues al contemplar o escuchar a grandes mensajeros, el temor es lo primero que sienten los hombres terrenales, ocasionado por la presión de la Fuerza a la que, en esos instantes, también se abren un poco. Pero sólo una parte pequeñísima; pues un poco más de esa presión bastaría, ya, para aplastarles y abrasarles irremisiblemente.

Y sin embargo, debería servir de alegría, no de temor, cuando el espíritu del hombre aspira a las alturas luminosas.

No a toda la humanidad le fue revelado esto en la Nochebuena. A excepción de la estrella que se mostró físicamente, ninguno de los hombres terrenales vió a ese mensajero luminoso, ni las luminosas legiones que le acompañaban. Nadie vió ni oyó, salvo los pocos pastores elegidos a tal fin, los cuales, por su sencillez y por estar íntimamente relacionados con la naturaleza, eran los que podían abrirse a ello con más facilidad.

Y revelaciones de esa magnitud jamás pueden ser hechas, en la Tierra, de otro modo que a través de unos pocos elegidos: tenedlo presente en todo instante; pues la legislación de la creación no puede ser derogada por vuestra causa. No os forjéis, pues, quimeras respecto a ciertos sucesos que no pueden ser tal como vosotros os los imagináis. Todo eso son exigencias secretas, que nunca pueden proceder de verdaderas convicciones, sino que son señal de una incredulidad encubierta y de una pereza de espíritu que no ha acogido las palabras de mi Mensaje como ellas exigen para poder cobrar vida en el espíritu humano.

En aquel entonces, se creyó a los pastores: al menos, por poco tiempo. Hoy, esos hombres no serían sino objeto de risas: serían tomados por exaltados o, incluso, por impostores que quieren sacar de ahí ventajas terrenales; pues la humanidad se ha hundido demasiado profundamente para poder estar en condiciones de aceptar como auténticas las exhortaciones procedentes de las alturas luminosas, máxime cuando los mismos hombres no pueden, ni oir, ni ver nada.

¿Pero es que creéis, hombres, que Dios va a modificar las perfectas leyes de la creación a causa de vuestra profunda caída, sólo para serviros, para reparar vuestras faltas, para compensar vuestra pereza de espíritu? La perfección de Sus leyes en la creación es, y será siempre, intangible, inmutable; pues esas leyes son portadoras de la sagrada Voluntad de Dios.

Es así que las grandes revelaciones que os esperan, jamás podrán efectuarse, en la Tierra, más que en esa forma que ya conocéis hace tiempo y que también reconocéis en cuanto pertenece al pasado.

Todo el que se llama buen cristiano calificaría de blasfemo y consideraría como un gran pecador al hombre que se atreviese a afirmar que es un cuento la anunciación del nacimiento de Jesús, Hijo de Dios, hecha a los pastores.

Y sin embargo, esos mismos buenos cristianos desechan las revelaciones de la época actual con vehemente indignación, a pesar de que han sido hechas del mismo modo por quienes han recibido semejante gracia. También califican, sin más, de blasfemos a los que las transmitieron; en el caso más favorable, puede que les tachen de ilusos o enfermos; muchas veces, de descarriados.

Pero reflexionad vosotros mismos: ¿dónde hay ahí un sano pensar, una rigurosa lógica, una justicia? Subjetivas, enfermizas y restringidas son las opiniones de esos creyentes severos, como ellos gustan de llamarse. Pero, en la mayoría de los casos, no hay ahí más que pereza de espíritu y la fatuidad humana — consecuencia ineludible de esa pereza — de los débiles de espíritu, que se esfuerzan en aferrarse convulsivamente — por lo menos en apariencia — a un detalle determinado de un suceso que han aprendido una vez, pero que nunca lo han vivido realmente en sí mismos. Sin embargo, para fomentar la evolución de su espíritu, están absolutamente incapacitados, por eso rechazan todas las nuevas revelaciones.

¡Pero quién de entre esos creyentes ha presentido la grandeza de Dios que reside en el acontecimiento desarrollado en aquella sagrada noche por el nacimiento del Hijo de Dios! ¡Quién presiente la gracia que se impartió en la Tierra, en aquel entonces, como un regalo!

En aquel tiempo, reinaba alegría en las esferas; hoy, aflicción. Sólo en la Tierra, algún que otro hombre trata de proporcionarse alegría a sí mismo o a otros. Pero todo eso no es en el sentido que debería ser si el conocimiento o, incluso, el verdadero concepto de Dios estuviera vivo en el espíritu humano.

Por muy insignificante que fuera el presentimiento de la realidad, a todos los hombres les sucedería lo mismo que a los pastores. Más aún: dada la magnitud del acontecimiento, no podría ser de otro modo: caerían inmediatamente de hinojos … por temor. Pues el presentimiento tendría que hacer surgir poderosamente, antes de nada, el temor y habría de abatir a los hombres, porque, con el presentimiento de Dios, se pone, también, en evidencia la gran culpa que el hombre de la Tierra ha echado sobre sí, aunque nada más sea por la indiferencia con que se aprovecha de los dones divinos sin poner nada de su parte para servir a Dios.

¡Qué cosa tan singular!: todo hombre que, excepcionalmente, quiere hacer renacer en sí los efectos de la fiesta de Navidad, intenta remontarse a los años de su infancia.

Eso es señal suficientemente clara de que, como adulto, es absolutamente incapaz de vivir la fiesta de Navidad con el sentimiento. Es prueba de que ha perdido algo que poseía de niño. ¡Por qué eso no da que pensar a los hombres!

Nuevamente, es la pereza de espíritu lo que les impide ocuparse seriamente de esas cosas. “Eso es para niños”, piensan ellos, y los adultos no tienen tiempo para ello. ¡Ellos tienen que pensar en cosas más serias!

¡Cosas más serias! Por tal entienden ellos solamente la caza de bienes materiales; es decir, la labor del intelecto. El intelecto aleja inmediatamente los recuerdos, a fin de no perder la preponderancia si se da cabida al sentimiento alguna vez.

En todos estos hechos, tan insignificantes aparentemente, se reconocerían las cosas más importantes sólo con que el intelecto diera tiempo a ello. Pero él tiene la supremacía y lucha por ella con toda su astucia y toda su perfidia. Es decir, no él, sino, en realidad, lo que se vale de él como instrumento y se oculta tras de él es lo que lucha: las Tinieblas.

Las Tinieblas no quieren que se encuentre la Luz en los recuerdos. Y en el modo en que el espíritu aspira a encontrar la Luz, a apurar nuevas fuerzas de ella, reconoceréis que, con los recuerdos de la Navidad de la infancia, también se despierta una cierta nostalgia, una melancolía casi dolorosa, capaz de enternecer momentáneamente a muchos hombres.

Ese enternecimiento podría constituir el mejor terreno para el despertar, si fuera utilizado inmediatamente y con todas las fuerzas. Pero, desgraciadamente, en esos casos, los adultos no hacen más que sumirse en sueños, con lo que la fuerza naciente es desperdiciada, se pierde. Y con esos sueños, desaparece, también, la oportunidad, sin poder proporcionar beneficio o sin ser aprovechada.

Aun cuando, en esas ocasiones, a algunos hombres se les escapan las lágrimas, se avergüenzan de ellas, procuran ocultarlas, se sobreponen con un arranque físico en el que, a menudo, se percibe una inconsciente obstinación.

¡Cuánto podrían aprender los hombres de todo eso! No en vano está entretejida una dulce melancolía en los recuerdos de la infancia. Es el sentimiento inconsciente de que se ha perdido algo que ha dejado un vacío; es la incapacidad de seguir sintiendo cándidamente.

Seguro que vosotros ya habéis notado frecuentemente qué maravilloso y reanimante es el efecto que causa la sola presencia de un hombre sereno, cuando, alguna vez que otra, saltan de sus ojos chispas de candor.

El adulto no debe olvidar que lo cándido no es pueril. Pero es un hecho que vosotros no sabéis a qué se debe que la candidez cause esos efectos; no sabéis lo que es realmente, ni por qué Jesús dijo: “Volveos como niños”.

Para definir qué es el candor, se requiere, en primer lugar, aclarar el hecho de que, en sí considerado, el candor no va ligado a lo pueril. Seguro que vosotros mismos conocéis a niños en los que falta el hermoso candor propiamente dicho. Hay, pues, niños sin candor. Un niño malo nunca dará impresión de candoroso; tampoco un niño malcriado o, por mejor decirlo, que no ha sido educado.

De ahí se deduce claramente, que candor y niño son, de por sí, dos cosas independientes.

Lo que se llama candor en la Tierra es una rama de la acción ejercida por la Pureza. La Pureza en el sentido más elevado, no solamente en el sentido terrenal y humano. El hombre que vive en la irradiación de la Pureza divina, el que hace sitio en sí al rayo de la Pureza, ese tal ya ha conquistado también el candor, bien sea durante la misma infancia, bien sea como adulto.

La candidez es el resultado de la pureza interior o la señal de que ese ser humano se ha entregado a la Pureza, la sirve. Todo eso no son sino diferentes formas de expresión, pero, en realidad, se reducen a una misma.

Por tanto, sólo el niño interiormente puro puede dar la impresión de candor, y lo mismo el adulto que alberga en sí la Pureza. Por eso causa un efecto reanimante y vivificador; por eso, también, inspira confianza.

Y donde reside verdadera Pureza, allí también puede penetrar el verdadero Amor; pues el Amor de Dios se manifiesta en el rayo de la Pureza. El rayo de la Pureza es el camino por el que El discurre: no estaría capacitado para emprender otro.

A quien no acoja en sí el rayo de la Pureza, nunca podrá alcanzarle el rayo del Amor de Dios.

Tened esto siempre presente y, como ofrenda de Navidad, tomad la firme resolución de abriros a la Pureza a fin de que, en la festividad de la Estrella Radiante, que es la fiesta de la Rosa en el Amor de Dios, el rayo del Amor pueda penetrar en vosotros por el camino de la Pureza.

Entonces, celebraréis esa fiesta de Navidad debidamente, tal como es voluntad de Dios. Ofrendaréis así el verdadero agradecimiento por esa inconcebible gracia de Dios que El prodiga una y otra vez sobre la Tierra en la Navidad.

Numerosos servicios divinos se celebran, hoy día, en conmemoración del nacimiento del Hijo de Dios. Recorred en espíritu — o por medio del recuerdo — las iglesias de toda clase, y dejad hablar a vuestro sentimiento: ¡Os apartaréis decididamente de esas reuniones llamadas servicios divinos!

Al primer momento, el hombre se asombrará de que yo hable de este modo, y no sabrá lo que quiero decir con eso. Pero todo ello se debe solamente a que, hasta ahora, no se ha tomado la molestia de reflexionar sobre el término “servicio divino”, para, después, establecer una comparación con los actos designados como tal servicio divino. Lo habéis aceptado sencillamente, como tantas otras cosas que se mantienen en pie desde hace siglos por la fuerza de la costumbre.

Y sin embargo, el término: servicio divino, es tan claro que no puede ser empleado absolutamente en sentido erróneo, si el ser humano no acepta ni propaga indiferentemente y sin resistencia las costumbres seculares. Lo que actualmente se designa como servicio divino es, en el caso más favorable, una plegaria unida a la tentativa humana de interpretar aquellas palabras dichas por el Hijo de Dios y que no fueron escritas por la mano del hombre hasta más tarde.

A tal respecto, no hay nada que cambiar: nadie puede contradecir semejantes afirmaciones, si es que quiere ser sincero consigo mismo y con los sucesos que tuvieron lugar efectivamente. Sobre todo, si no es demasiado perezoso para reflexionar sobre eso profundamente y no se disculpa a sí mismo empleando slogans que le fueron dados por otros.

Y no obstante, el término “servicio divino” es, precisamente, demasiado vivo en su especie y habla por sí mismo a los hombres tan claramente, que a poco sentimiento que se tenga, apenas sí podrá ser empleado para lo que hoy se designa con él, a pesar de que el hombre terrenal se crea tan evolucionado.

Así pues, el servicio divino ha de adquirir una forma viva, si la locución debe nacer a la realidad con todo lo que encierra en sí.

Ha de manifestarse en la Vida. Si yo preguntase qué entendéis vosotros, hombres, por servicio, es decir, por servir, ni uno solo daría como respuesta otra palabra que: ¡Trabajar! Eso va implícito, ya, con toda claridad, en la palabra “servicio”, y no se puede pensar otra cosa a tal respecto.

Como es natural, el servicio divino en la Tierra tampoco es otra cosa que trabajar en la Tierra según las leyes de Dios, actuar terrenalmente vibrando en ellas, traducir en actos la Voluntad de Dios en la Tierra.

¡Y eso es lo que se echa de menos en todas partes!

¡Quién es el que trata de servir a Dios en sus actividades terrenales! Cada uno piensa solamente en sí mismo y, en parte, también en sus allegados terrenales. ¡Pero cree servir a Dios cuando Le reza!

¡Pero reflexionad vosotros mismos!: ¿Dónde puede residir ahí el servicio de Dios propiamente dicho? ¡Se trata más bien de algo muy distinto a servir! Esa es una parte de lo que hoy se llama servicio divino y que engloba a la oración. La otra parte: la interpretación de la Palabra escrita por mano del hombre, no puede ser considerada, a su vez, más que como un estudio para quienes se molestan realmente en adquirir comprensión. Por descontado que los indiferentes y los superficiales no entran en consideración.

No sin razón se habla de “asistir” a un servicio divino, o de “estar presente” en él: son expresiones muy exactas que hablan por sí mismas.

El hombre mismo debe llevar a cabo el servicio divino y no quedarse a un lado. “Rogar” no es servir; pues al rogar, el hombre acostumbra a desear algo de Dios: Dios debe hacer algo por él, lo que, al fin y al cabo, está muy lejos del concepto “servir”. Por consiguiente, ruegos y oraciones no tienen nada que ver con un servicio divino.

Creo que esto será fácilmente comprensible para todo ser humano. Tiene que haber un sentido en todo lo que el hombre haga en la Tierra; no puede usar indebidamente del lenguaje que se le ha dado, empleándolo como quiera, sin que eso no le cause perjuicios. El hecho de que no haya adquirido ningún conocimiento sobre el poder que reside también en la palabra humana, no puede servirle de protección.

¡Culpa suya es si lo ha descuidado! Y entonces, queda sometido a los efectos de un erróneo uso de la palabra, lo que le servirá de impedimento en vez de estímulo. La espontánea actividad de todas las leyes originarias de la creación no se detiene ni vacila ante las negligencias de los hombres, sino que todo lo impuesto en la creación sigue su curso con inquebrantable precisión.

Esto es lo que los hombres no piensan nunca y, por tanto, lo que no tienen en consideración, para perjuicio propio. Incluso en los detalles más mínimos, en las cosas más insignificantes, los efectos se dejan sentir siempre en consecuencia.

La equívoca designación de esos servicios bajo el nombre de “servicio divino”, también a contribuido mucho a que el verdadero servicio divino no haya sido llevado a cabo por los hombres, puesto que cada uno cree haber hecho bastante con asistir a uno de esos servicios divinos que nunca han sido un verdadero servir a Dios.

Llamad a esas reuniones: una hora de adoración a Dios en comunidad; eso estaría, por lo menos, más conforme con el sentido y, hasta cierto punto, también justificaría la instauración de horas precisas dedicadas a tal efecto, aun cuando la adoración a Dios también puede consistir y expresarse en cada mirada, en cada pensamiento, en cada acción.

Más de uno pensará seguramente que eso no es posible en modo alguno sin parecer artificial, sin ser demasiado forzado. Sin embargo, no es así. Cuanto más se afirma la verdadera adoración a Dios, tanto más natural se hace el hombre en todos sus actos, incluso en sus movimientos más simples. Vibra entonces en sincero agradecimiento hacia su Creador, y goza de las gracias de la manera más pura.

Situaros hoy, en esa fiesta de Navidad, en uno cualquiera de los servicios divinos de la Tierra.

Una jubilosa gratitud, una sincera felicidad debería vibrar en cada palabra, por la gracia que Dios concedió a los humanos en aquel entonces … suponiendo, naturalmente, que se sepa apreciar esa gracia entre los hombres; pues conseguir comprender enteramente la grandeza propiamente dicha, es algo que escapa a la capacidad del espíritu humano.

Pero ahí se busca inútilmente por doquier. ¡El gozoso arrebatamiento hacia las alturas luminosas falta! De un júbilo agradecido no hay ni huella. A menudo, se deja sentir, incluso, una opresión nacida de una decepción que el ser humano no acierta a explicarse.

Sólo una cosa se encuentra por doquier; algo que, cual si estuviera grabado con el buril más afilado, reproduce la naturaleza de los servicios divinos de todas las confesiones; algo que caracteriza u obliga a personificarse audiblemente a todo lo que vibra en el servicio divino: se deja sentir como un melancólico acento que causa fatiga a fuerza de repetirse continuamente y echa una especie de velo gris sobre las adormecidas almas.

A pesar de todo, a veces se percibe como un oculto lamento por algo perdido o no encontrado. ¡Id allí y escuchad! Por doquier hallaréis ese carácter singular y sobresaliente.

Eso no es consciente en los hombres, sino que, por decirlo con palabras corrientes: es así, simplemente.

Y ahí reside una gran verdad. Eso se produce sin que el orador quiera, y muestra con toda claridad de qué modo vibra el Todo. De un gozoso vibrar arrebatadoramente no cabe hablar, ni tampoco de una ardiente elevación del alma, sino que es como una llama macilenta y lánguida que no tiene fuerza para erguirse libremente hacia arriba.

Si el orador no se deja “llevar” por el pálido y apagado vibrar de esos servicios divinos; si permanece insensible a él — lo que equivaldría a una cierta tibieza o a un apartamiento consciente — todas las palabras parecerían llenas de unción, lo que es tanto como bronce resonante, frío, sin calor, sin convicción.

En ambos casos, falta el ardor de la convicción, falta la fuerza del victorioso saber, que, en un transporte de alegría, quiere hacer partícipe de él a todos los contemporáneos.

Cuando, como en el caso del término “servicio divino”, se emplea una denominación errónea para algo cuyo contenido es distinto de lo que el término expresa, esa falta produce sus efectos. La fuerza que pudiera estar presente queda destruida desde un principio por el empleo de una errónea designación. Ninguna vibración real y homogénea puede nacer de ahí, porque, por la palabra designada, surge otro concepto que no llega a realizarse. La ejecución del servicio divino está en contraposición con lo que suscita la imagen del “servicio divino” en lo más profundo del sentimiento de todo espíritu humano.

¡Id allí y aprended! Pronto reconoceréis dónde se os ofrece verdadero pan de vida. Ante todo, aprovechad las reuniones en comunidad como horas de solemne adoración de Dios. Pero poner de manifiesto el servicio de Dios en todas las actividades de vuestra existencia, en la Vida misma; pues así debéis servir a vuestro Creador, agradecidos y gozosos por la gracia de poder ser.

¡Haced de todo lo que penséis y hagáis un servir a Dios! Entonces, eso os proporcionará la paz que vosotros anheláis. Y si los hombres os persiguen duramente, ya sea por envidia, ya sea por maldad o por costumbres triviales, llevaréis la paz en vosotros y, por último, ella hará que os sobrepongáis a todas las dificultades.

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További információ
ISBN 978-84-88351-10-4
Szerző Abd-ru-shin
Méretek 14 x 21 cm
Formátum tapas blandas
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